domingo, 13 de abril de 2014

[...]

Se le dibujan los hombros finos,
perfilados como si siglos de viento
los hubieran esculpido.
Sus clavículas se asemejan a riscos,
a acantilados puntiagudos.
Pareciera que no se hubiera alimentado en años.
Y no lo ha hecho.
Le falta la alegría,
las flores nacientes en primavera.
Le faltan los suspiros,
y quizá menos mentiras.
Le ha faltado reírse un poco más.

Y sus muñecas lucen frágiles.
Sus hombros se hunden por un peso invisible,
inexorable.
Por un peso tardío,
o un saber tardío.
Sus tobillos se resbalan de su cuerpo
para caer en un charco de cartílagos
y tendones débiles.

Puedes ver en sus ojos los años
que no le han dado tiempo a vivir.
Si te fijas, su sonrisa miente.
Si te fijas, sus palabras mienten.
Y te hundes,
en ese pozo que alberga alguna esperanza.
También vislumbras que sabe que no existe.

Pareciera que su propia locura
hiciera que generara más,
y más,
y más
cuerdas que no cuelgan de ninguna parte.
Que no van a ningún lado.

Te pierdes en sus costillas marcadas
por su pérdida de densidad osea.
O quizá por mirar sentada como pasa,
como se le pasa.
De nuevo en sus ojos,
machacados por el brillo
que debería estar.

Ya no le queda más que cenizas.
De esos cartílagos, de esos huesos.
De los husos horarios perdidos,
de las palabras que debería haber usado.
De los tendones y de las mentiras.
De la cuerda.

De los ojos.