lunes, 18 de marzo de 2013

Barbie Superstar


“Cada día, cada segundo respiro por ti. Soy feliz, no voy a negártelo, pero me falta algo, me falta el timbre de tu voz, tu risa ensordecedora, tu olor. Me apoyo en el alfeizar de la ventana, mientras enciendo un cigarro con una parsimonia abrumadora. Inhalo, exhalo. El humo me rodea. Pienso en los momentos felices que tuvimos. La primera vez que nos besamos, la primera vez que surcaste mi piel. Bueno, la segunda, admitamos que la primera fue algo desastroso. Cuando el sexo dejó de ser algo banal y divertido, para ser la respiración de tu aroma, un mirarte a los ojos infinitos. Y el frío del anochecer.
Permíteme que me disculpe si hace tiempo que no te miro a los ojos, probablemente sea mi imaginación, o qué se yo, pero tus pupilas siguen desnudándome. No te creas que las mías no lo hacen, recorren cada centímetro que recuerdan, y sé que mis manos harían lo propio. Deja que mi corazón siga latiendo, insaciante, y no me juzgues si te aparto la mirada. Porque prefiero saber que eres feliz, a ver que eres feliz. Por no hablar del tono carmesí que termina siempre cubriendo mi cara, al son de movimientos olvidados.
Me dejo el alma en cada esquina, de cada burdel, de cada botella, desde que no estás. Y comienzo a ser una de esas canciones tristes de Sabina, donde la mujer va sin pena ni gloria, arrastrando unos tacones baratos y con rímel corrido. “Mujer de sombras y de melancolía volvamos al Edén que nunca has ido […]”. Siento que todos me miran con una pena exquisita, no sé si saben que muero, o piensan que muero al saberte de otra boca. O simplemente quieren compadecerse de alguien que no sea ellos mismos. Me limpio el sudor de la frente y enciendo otro cigarro. Será el cáncer lo que me mate, ya nadie muere por amor. O eso dicen.
Para terminar, planto una semilla de laurel. Dicen, y sólo dicen, que quien lo comienza nunca lo ve crecer. ¡Qué cantidad de analogías! Sólo espero, como digo en cada poema, y en cada palabra que te otorgo, que seas feliz, que sonrías. Y que te enredes en su cintura como lo hacías en la mía. Agárrate a su pelo, y acurrúcate en su pecho. Pero no la beses como a mí. Ahora, ¿Eres feliz?”

Fue la carta que encontró en la mesilla de noche. Nunca supo si se marchó o si murió, pero ya la echaba de menos canturreando “¿dónde está la canción que me hiciste cuando eras poeta? Terminaba tan triste que nunca la pude empezar.”

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