Falleció el rencor en algún lugar lejano.
En alguna esquina del comedor
o debajo de la cama.
Se quedó hecho trizas respirando el humo
que se colaba por cualquier rincón.
Y se acordó del tiempo de ser usado,
de las mentiras que se contaban a su costa.
Y de su gran amor.
Se acordaba de su pelo y lloraba, como si no fuera rencor,
como si fuera la impávida tristeza y su manera de sonreír.
Su sonrisa.
Y tras la muerte,
el rencor se suicidó,
porque ni allí le quedaba nada.
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