domingo, 6 de junio de 2010

Despedidas

Estaba esperando para casarse. Se encontraba en una pequeña sala de muebles acolchados y largas cortinas. Tenía un ramo de flores con azucenas y las uñas pintadas de rojo, como su pelo. El nerviosismo invadía cada célula de su cuerpo, porque ahora ya no podía huir, cuando llegaran a buscarla se terminaría todo, y habría, por fin un “felices para siempre”.

Se abrió la puerta, pero no entro su dama de honor, sino un amigo. Un hermano, mejor dicho, habían sido amigos durante veinte años. El vivía con su pareja y ella, bueno, ella iba hacia el altar. Él siempre había sido de esos que no se casaban ni tenían hijos, ella era su antagonista. Habían sido amigos, amantes y compañeros de vida, pero siempre respetando los límites de una línea que se difuminaba dependiendo de la ocasión.

Se miraron a los ojos, diciéndose todo eso que no habían dicho, pero que debían haberlo hecho. El sonrió y le dijo que estaba preciosa, ella se lo agradeció, y permanecieron ahí, en tensión, hasta que una voz se escuchó al final del pasillo llamándola. Reaccionaron, la joven empezó a caminar hacia la puerta y cuando se encontraron de frente se besaron, un beso tierno, dulce y apaciguado. Sonrieron y antes de que ella saliera por la puerta ambos dijeron adiós.

Cuarenta años después de ese momento aún no se habían vuelto a ver, porque ambos sabían que su historia había terminado en el instante en que esa florecilla azul cayó del ramo porque dos amantes desafortunados tenían que despedirse.

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